Hoy quise escribirle a un angelito que hace muchos años se fue.

Lo conocimos desde que era un bebé, una mujer sin alma lo había abandonado, lo dejó en un campo, solo, expuesto a todo tipo de peligros.

Mis padres tenían una escuela y ahí conocimos a una señora que añoraba mucho poder tener un hijo y por cosas de la vida no podía ser madre.

Una mañana como todas las otras salió a trabajar al campo y encontró al bebé que lloraba de hambre y frio; nunca lo entregaron a la policía o fueron con las entidades respectivas, simplemente ella lo adopto, le dio el abrigo de una madre y se desveló junto a él para atenderlo.

Mis papás fueron sus padrinos, vimos cómo fue creciendo. Ya había cumplido 5 añitos y para ese entonces yo ya tenía 15 años, recibimos una llamada que nos dejó petrificados.

Nos dijeron que nuestro ahijado como lo llamábamos había sido atropellado por una coaster y su cuerpecito no había resistido al impacto, y murió.

Ahora lo recuerdo y como lo veía a él, veo a cada niño que conozco como ángeles sin alas que nos manda el cielo para ser más buenos, los niños son los que nos marcan donde está el camino, donde está lo bello de nuestro destino.

Cuando un niño ríe, el sol aparece y todo se aclara, nuestro mundo comienza a florecer, y se enciende la vida, encontramos el camino y nos damos cuenta que seguimos vivos.

Hoy sé que los niños no mueren, sé que ellos se van al cielo a dejar el alma y van a ponerse alas para volar muy cerca del cielo.

Ellos solo se van por un tiempo a juntar estrellas y poder volver a nacer de nuevo en otro pequeño.

Ahora comprendo que cuando un niño se queda en silencio por hambre o falta de un techo, la tierra comienza a llorar, y también llora el cielo.

Pequeños chiquitos, pequeño chiquito no te vayas nunca, quédate conmigo que te necesito.